jueves, 21 de julio de 2011

Había una vez un niño que vivía cerca de la playa.
Estaba acostumbrado a pasar mucho tiempo solo y a tener más responsabilidades de las que, a su edad, debía asumir.
Sus padres pensaban que eso haría de él un hombre de bien; que a medida que fuese creciendo se iría convirtiendo en una suerte de superhombre, independiente y arrollador que sería capaz de superar cada obstáculo sin ayuda de nadie.

El niño se fue haciendo mayor; cada tarde acudía a la playa cuando el sol se ocultaba en el horizonte, pero nunca se bañaba.

Tuvo bastantes problemas; problemas que sus padres, lejos de solucionar, fomentaban. El niño era bueno; sus padres también, solo que no sabían tratarle.
Fue adquiriendo una serie de complejos que con el tiempo logró dejar a un lado, pero otras experiencias se le quedaron tatuadas en la mente y en el corazón.

Ya es un hombre, pero a pesar de tener más libertad, sigue sin bañarse.
Un día un anciano le preguntó por qué iba allí todos los atardeceres y nunca se acercaba al agua.
- Por miedo a que me guste. Dijo él.

El viejo se sorprendió y quiso saber qué sería tan terrible si, al probarlo, le gustase la experiencia.
- No sé nadar. Nadie puede enseñarme, tengo que aprender solo y, si mientras lo intento, me pasa algo... ¿quién se iba a ocupar de mi familia?

Los dos se entristecieron y miraron al horizonte. Demasiado peso para unos hombros tan pequeños.

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