sábado, 11 de abril de 2020

Villana en mi piel

A los quince años tuve una profesora de teatro que afirmaba que el saludo después de la función era parte de la obra.
—Barbilla al cielo; sal al escenario, defiende tu trabajo y aguanta los aplausos –decía-, aguanta los aplausos siempre.

Nunca pensé que esa lección me serviría veinticinco años después.

Faltan diez minutos para que, como cada día, los aplausos lo llenen todo.
Es bonito, halagador; noto punzadas en la garganta  y cómo la emoción me rebosa la mirada. Me siento orgullosa y reconocida en los gestos de apoyo de los vecinos que saben que la guerra contra el virus no para; pero a veces no puedo más. A veces la admiración se me hace bola porque me coloca en un sitio en el que no quiero estar.

 El mundo espera una fortaleza sobrehumana, entrega  desinteresada y voluntad épica. Y yo… Yo flaqueo. Cada mañana tengo que insonorizar la vocecita que me recuerda que no quiero ir a trabajar, que no me quiero arriesgar ni poner en peligro a mi familia. Que no quiero vivir lo que estoy viviendo.

Me llaman heroína y me siento villana en mi piel: porque no quiero semejante título y por no querer quererlo.

Agradezco el cariño, de verdad, pero no puedo dejar de pensar en quién va a recoger los pedazos de los que tenemos los ojos llenos de muerte; porque vamos a salir de esta; pero ya nunca seremos los mismos. Ya no seremos superhombres que se cargan una pandemia a la espalda, sino muñecos de trapo necesitados de amor y protección.

El mundo entero hace planes para cuando todo esto pase; y yo lo único que quiero es no tener que meterme en la ducha para poder llorar.

Cierro el grifo, me pongo la toalla, me visto y abro la ventana de mi habitación.

3, 2, 1… Aguanto los aplausos.

viernes, 8 de marzo de 2019

NO VIDENTE


Hay más oscuridad que luz, como cada día de los últimos nueve años. Abril se sienta frente a la ventana en la última mesa de la cafetería, tiene comprobado que allí el murmullo de los altavoces no entorpece la conversación y que todo vibra más. Siente el sol en su rostro y el cambio de temperatura en la piel, coloca el bastón en la esquina de la pared de ladrillo y se quita la cazadora de cuero, la pone en su respaldo y se recuesta sobre la madera dura que le queda a la altura de las lumbares. Pone las manos encima del mármol frío y se acaricia rítmicamente la mano izquierda con la derecha.
Escucha unos pasos alegres y decididos y saluda a Greta en el momento exacto en el que se detiene a su lado, un instante antes de que ésta se agache y le dé un beso en la mejilla.
–¿Lo de siempre, solete? –pregunta la camarera .
–Sí, por favor. Y como no hay nadie más… Ven a sentarte un poquito conmigo, que tengo que contarte una cosa.
–Claro, vuelvo en dos minutos.

Abril disfruta el abrazo de la claridad y toma aire para llenarse los pulmones del olor tostado del café. También huele a bollos, a chocolate amargo y a vainilla. Apoya los codos en la mesa, se sujeta la barbilla con los dedos de ambas manos y comienza a mover la punta del pie derecho en pequeños círculos contrarios a las agujas del reloj. Sonríe al escuchar cómo se posa el plato de loza en la mesa y le da las gracias a Greta mientras el aroma especiado del té paquistaní conquista sus fosas nasales y flota en la paz luminosa que  irradian las cosas hechas, justo, como a uno le gustan.
Espera a que su amiga tome asiento. Nota en los pies la ligera vibración de la silla que se mueve primero para alejarla de la mesa y después para acercar el cuerpo de Greta al suyo.
–¿Y bien?
–¿Te acuerdas de Jorge, el de Tinder?
–Sí, claro… El que habla como Mufasa…
–Deja de sonreír, arpía, que todavía no te he contado nada…
–Ni falta que hace. Llevas las Ray-Ban y los labios pintados…
–Ya… ¿Y qué tal, me he salido?
–No, están bastante bien… Oye, ¿a qué hora habéis quedado?
–A las 10:45 ¿por? ¿Qué hora es?
–Menos veinticinco… Pero creo que llega pronto.
–¡Mierda! ¿Y qué tal? ¿Cómo es?
Greta se pone de pie, se estira la camiseta, se alisa el mandil y mira un par de segundos a la puerta, se gira hacia Abril y dice:
–Metro ochenta, compacto, pelo castaño más bien largo, moño despeinado, ojos azules, creo. Cazadora vaquera, camiseta blanca, pantalón color canela y botas Timberland.

El tintineo de la campana suena con intensidad. Greta sale al encuentro del cliente y Abril escucha como su “buenos días” va alejándose en dirección a la puerta. Baja y ladea la cabeza ligeramente como hace siempre que quiere captar hasta el menor de los detalles y reconoce esa voz profunda como un abismo que contesta con la misma fórmula y pide una mesa para dos.
La camarera le dice que puede sentarse donde quiera, y parece que sus pasos intensos le llevan hasta la primera mesa delante del ventanal. Pide un café con leche, saca el móvil, toquetea la pantalla y lo deja encima de la mesa de piedra pulida.
La mesa de Abril vibra. La palpa con la mano derecha y enseguida encuentra su teléfono, desliza el dedo por la pantalla para desbloquearlo y presiona con índice, corazón y anular durante dos segundos. Una voz masculina y mecánica dice demasiado alto “WhatsApp de Jorge Tinder”. Abril pone las palmas sobre el móvil con nerviosismo y rapidez. Intenta, sin éxito, silenciar el dispositivo. “Buenos días Ana, al final he llegado antes. Estoy dentro. Te espero con un café, corazón”.
Jorge se gira y mira hacia el fondo de la cafetería. Con los ojos muy abiertos repara de repente en que la luz del sol baña la cabeza pelirroja de una mujer con gafas negras. Sonríe, le hace un gesto con la cabeza, y le pide a Greta que le lleve el café a la otra mesa.
El cuerpo de Abril retumba con cada paso que acorta la distancia entre ellos. De repente  una forma considerable bloquea la luz y le dice:
–Vaya, parece que no soy el único que tiene un problema con la puntualidad… -Abril percibe el nerviosismo en su voz y agradece la sonrisa que se cuela entre sus palabras-. Soy Jorge… Marzo, no Tinder.
–Pues no te lo vas a creer… -Dice ella poniéndose en pie y orientando su cuerpo hacia la sombra-. Ya sé que mentir está feo… Pero mi nombre no es Ana, es Abril.

De repente una pausa eterna.

–Hola Abril…

Ha pronunciado esas dos palabras despacio, demasiado despacio. Y aunque tiene una de las voces más sexys que ha escuchado, ella repasa mentalmente qué es lo que a él no le cuadra porque no cree que no haberle dicho su nombre real a alguien de internet sea para tanto.

El silencio se hace más denso, tanto que por un segundo duda de si Jorge sigue frente a ella. Extiende el brazo ofreciéndole la mano para que él la estreche, y tras un instante infinito percibe el calor una mano grande y fuerte que agarra la suya con seguridad y cuidado. Algo parecido a una corriente eléctrica viaja desde la yema de sus dedos, da una voltereta en su estómago y muere con un espasmo entre sus piernas. Como él no le suelta la mano, ella tampoco lo hace. No le importaría pasar el resto de la cita así, aunque sentada. Él parece leerle el pensamiento, afloja el apretón con suavidad  y le pide que tome asiento.
Jorge se coloca frente a ella y no puede dejar de mirarla en silencio. Con los ojos recorre su pelo cobrizo ondulado como una  hoguera, las pecas de su frente, las cejas; se ve reflejado en sus gafas de sol y cambia el gesto. Sonríe. Abril percibe esa pequeña y rápida expulsión de aire al instante, pero no dice nada. Él sigue deleitándose con el rubor de sus mejillas, con lo rojo de sus labios. Observa su cuello pálido y cómo el jersey verde que lleva puesto deja a la vista unas preciosas clavículas. También observa sus pechos redondos y firmes como dos melocotones y los lunares que adornan su brazo izquierdo.

De repente, explota una carcajada llenándolo todo de nervios y misterio. Abril se asusta e instintivamente gira la cabeza hacia la barra tras la que debería estar Greta.
–Perdón, perdón… -Dice Jorge limpiándose con el dorso de la mano las lágrimas que se le han escapado.
Oye cómo él toma aire y cómo lo suelta en un suspiro. Su mente le dice que se vaya, pero hay una diminuta vela prendida en el fondo de su corazón que desea quedarse.
–No sé cómo explicar esto sin parecer gilipollas... –Dice con su voz de madera mojada.
–Inténtalo…
–Llevo dándole la coña a mis amigos contigo casi desde el primer día que hablamos. Me caíste de puta madre, me enganchó tu sentido del humor, lo guapa que eres, tu voz… Pero no podía soportar tu trabajo.
–¿Cómo? Pero si creo que ni hemos hablado de ello… -se para a pensar y tuerce la boca en un gesto de desconcierto-. Bueno, por curiosidad… ¿Estás en contra del juego, de las apuestas en general o de los cupones en particular?
Una nueva risotada ronca invade toda la cafetería y excita los oídos de Abril.
–No, no es nada de eso… Es sólo que soy muy despistado, que enseguida nos dimos los teléfonos… Y que acabo de descubrir... –Se para.
–¿Te acabas de dar cuenta de que soy ciega? –dice intentando ocultar el miedo al rechazo tras una sonrisa.
–Sí… Y ya te he dicho que no hay manera de decir esto sin parecer gilipollas; pero en Tinder leí “vidente”, no “invidente”… Y estaba jodido porque me negaba a creer alguien tan guay se ganase la vida diciendo que puede ver el futuro… De hecho… Mis colegas te llaman La Pitonisa.
Ahora es Abril la que no puede reprimir la risa. Ni la risa, ni el estupor, ni alguna lágrima nerviosa que ha camuflado con naturalidad.

–Pues en ese sentido podéis estar tranquilos, porque ni futuro, ni presente, ni casi pasado… -Escucha la sonrisa de Jorge y se acaricia incómoda el pelo-. ¿Pero tú eres consciente de que no veo nada?
–Sí, claro -dice con voz de terciopelo-. Pero prefiero mil veces que lleves bastón a que vueles en escoba.

viernes, 14 de diciembre de 2018

Perder las alas

Hay una mariposa monarca muerta en la acera de Ozona. La brisa se la lleva de allá para acá. Durante todo el día han estado estrellándose contra mi parabrisas, dejando salpicaduras rosadas y doradas en el cristal. He visto a una de ellas que caía a plomo desde el cielo y chocaba contra el asfalto de la Highway east 10. Debe de ser la época del año en la que tienen que morir[1]. Me gustaría bajarme del coche y observar la belleza de las que aún viven, luchando con sus frágiles alas por robarle unos metros a su suerte, pero se me encogen las tripas sólo de pensar que una de ellas pueda rozarme. No me gustan las mariposas.

Yo también he emprendido un largo viaje. Desde hace tres días no hago más que conducir. Necesitaba alejarme de las miradas, de la tristeza, de las bocas llenas de palabras vacías. De la compasión fingida de quien no entiende que la mente tarda más en sanar que el cuerpo, mucho más… Lo he dejado todo atrás y he puesto rumbo al ocaso. Mi destino no está marcado en ningún mapa, ningún gps conoce las coordenadas del lugar al que me dirijo, porque no me dirijo a ninguna parte. Sólo pienso, conduzco, escucho música, como lo que me apetece cuando me apetece, duermo cuando lo necesito, bebo mucha agua y, ocasionalmente, doy un sorbo a la botella de Four Roses que duerme en mi mochila. Lloro a veces y me pregunto por qué todo el rato. Pero por fin, arrastrando infinitas horas de pena agarradas a las pestañas, mientras veo cómo cientos de insectos abandonan el mundo porque sí, entiendo que a veces las cosas simplemente suceden y que igual que con las monarcas, no hay culpables de que ya nadie aletee en mi barriga.




[1] SHEPARD, SAM. Crónicas de Motel.