viernes, 14 de diciembre de 2018

Perder las alas

Hay una mariposa monarca muerta en la acera de Ozona. La brisa se la lleva de allá para acá. Durante todo el día han estado estrellándose contra mi parabrisas, dejando salpicaduras rosadas y doradas en el cristal. He visto a una de ellas que caía a plomo desde el cielo y chocaba contra el asfalto de la Highway east 10. Debe de ser la época del año en la que tienen que morir[1]. Me gustaría bajarme del coche y observar la belleza de las que aún viven, luchando con sus frágiles alas por robarle unos metros a su suerte, pero se me encogen las tripas sólo de pensar que una de ellas pueda rozarme. No me gustan las mariposas.

Yo también he emprendido un largo viaje. Desde hace tres días no hago más que conducir. Necesitaba alejarme de las miradas, de la tristeza, de las bocas llenas de palabras vacías. De la compasión fingida de quien no entiende que la mente tarda más en sanar que el cuerpo, mucho más… Lo he dejado todo atrás y he puesto rumbo al ocaso. Mi destino no está marcado en ningún mapa, ningún gps conoce las coordenadas del lugar al que me dirijo, porque no me dirijo a ninguna parte. Sólo pienso, conduzco, escucho música, como lo que me apetece cuando me apetece, duermo cuando lo necesito, bebo mucha agua y, ocasionalmente, doy un sorbo a la botella de Four Roses que duerme en mi mochila. Lloro a veces y me pregunto por qué todo el rato. Pero por fin, arrastrando infinitas horas de pena agarradas a las pestañas, mientras veo cómo cientos de insectos abandonan el mundo porque sí, entiendo que a veces las cosas simplemente suceden y que igual que con las monarcas, no hay culpables de que ya nadie aletee en mi barriga.




[1] SHEPARD, SAM. Crónicas de Motel.