A los
quince años tuve una profesora de teatro que afirmaba que el saludo después de
la función era parte de la obra.
—Barbilla
al cielo; sal al escenario, defiende tu trabajo y aguanta los aplausos –decía-,
aguanta los aplausos siempre.
Nunca
pensé que esa lección me serviría veinticinco años después.
Faltan
diez minutos para que, como cada día, los aplausos lo llenen todo.
Es bonito, halagador;
noto punzadas en la garganta y cómo la
emoción me rebosa la mirada. Me siento orgullosa y reconocida en los gestos de
apoyo de los vecinos que saben que la guerra contra el virus no para;
pero a veces no puedo más. A veces la admiración se me hace bola porque me
coloca en un sitio en el que no quiero estar.
El mundo espera una fortaleza sobrehumana,
entrega desinteresada y voluntad épica.
Y yo… Yo flaqueo. Cada mañana tengo que insonorizar la vocecita que me recuerda
que no quiero ir a trabajar, que no me quiero arriesgar ni poner en peligro a
mi familia. Que no quiero vivir lo que estoy viviendo.
Me
llaman heroína y me siento villana en mi piel: porque no quiero semejante
título y por no querer quererlo.
Agradezco
el cariño, de verdad, pero no puedo dejar de pensar en quién va a recoger los
pedazos de los que tenemos los ojos
llenos de muerte; porque vamos a salir de esta; pero ya nunca seremos los
mismos. Ya no seremos superhombres que se cargan una pandemia a la espalda, sino
muñecos de trapo necesitados de amor y protección.
El
mundo entero hace planes para cuando todo esto pase; y yo lo único que quiero
es no tener que meterme en la ducha para poder llorar.
Cierro
el grifo, me pongo la toalla, me visto y abro la ventana de mi habitación.