miércoles, 25 de noviembre de 2009

Manifiesto Antidelgadez

Aunque la definición por negación sólo deba utilizarse para términos que engloban prefijos con esta cualidad, a veces es mejor explicar antes qué NO es algo. Es antipedagógico, pero infinitamente más claro.

Este mal llamado manifiesto no está en contra de la delgadez; no es rabia contenida en contra de los flacos del mundo.

Cada cual tiene el cuerpo que tiene. A veces, la naturaleza es cruel, a nuestro juicio, y nos dota de aspectos o matices que no deseamos, ya sean ojos pequeños o saltones, miradas cruzadas, narices curvadas, enormes, diminutas… pelo liso, rizado, fosco, escaso… cada cual tiene su cruz, ese “algo” que no nos gusta y que en algunos casos nos acompleja.

Pero no todos enfrentamos las adversidades de la misma forma. Lo que para unos es una característica particular, un simple rasgo, para otros es el eje en torno al cual gira todo su universo.

“Si no te gustan tus tetas… ¡opératelas!”, “si no estás conforme con tu nariz… ¡viva la rinoplastia!, “si te deprimen tus carnes… ¡lipo al canto!”.

No tengo nada en contra de la cirugía estética. Que cada cual gaste su dinero en lo que mejor le parezca. Si algo nos puede ayudar a sentirnos mejor ¡adelante! Claro que siendo razonables y conociendo los riesgos que un quirófano lleva consigo.

Tener unos pechos enormes no te va a hacer mejor persona.

Lucir la nariz de Cleopatra no te va a hacer mejor en tu trabajo.

Pesar menos no te hace más lúcida… sólo más ligera.

Como digo, la delgadez no es el problema. No es pecado querer verse más guapo, más atractivo, no es pecado querer despertar pasiones… no es malo estar flaco ni querer adelgazar; lo malo es creerse por encima del bien y del mal pesando el cuerpo en vez del alma.

Mis amigas son bombones. Todas. No es pasión, es la realidad en sí misma.

Alguna vez, alguna conocida (flaquísima y monísima, claro) hablando de ligues (de lo que no me quejo en absoluto) me ha comentado respecto a la cantidad de candidatos que acechan en la noche madrileña que, seguramente, los que se me acercaban a mí (vi en sus ojos la cifra que imaginaba… “unos cuatro gatos”) pues eso, que los que me rondaban a mí, joven encantadora y “rubenesca”, merecían más la pena que los doscientos superficiales que paseaban a su alrededor.

No la culpo. Actuaba de buena fe; hablaba desde la ignorancia de la Top Model, de la chica acostumbrada a que una piara de hombres piense antes en ropa interior que en su nombre. También es desagradable, y por eso no la culpo. Pero el hecho de que alguien se acerque a hablar con un anticuerpazo no dice nada de su categoría como persona.

No es, por definición, un chico sensible que ha sabido ver un diamante en bruto. Puede ser igual de desagradable e igual de niñato que cualquier otro.

¿Por qué se tiende a pensar que estos chavales son caballeros andantes de lanza en ristre? ¿Es que hay tantos gustos como colores… pero no más allá de la talla 38?

Igual que hay tíos que se mueren por las flacas, también los hay que se pirran por las gordas ¡jódete Kate Moss!. Bueno…igual son más los primeros… igual hay más tíos que fantasean con la Moss que con Mo’nique… pero estos últimos, como las meigas. Haberlos, hailos.

Una vez una conquista me dio una nueva perspectiva del mundo. En un bar, una noche de mayo en Madrid se acercó a mi nutrido grupo de amigas un tío interesante. Yo esperaba escuchar el nombre de la chica que le tenía con la baba caída. Miraba entre mis chicas y buscaba posibles afinidades, y sólo después de que negase con la cabeza al oír cada nombre, visiblemente enfadado, me dijo que parecía mentira que durante toda la noche hubiese estado hablando con una chica inteligente, encantadora, guapísima e increíblemente sexy con el pelo suelto… y que de repente se encontrase en esa situación.

“Perdona por la pregunta y la ofensa” me dijo, “no te lo tomes a mal, pero ¿eres tonta?”.

Ante la difícil pregunta sólo pude reírme… y con ganas.

Me excusé pidiendo que entendiese que con semejante “ganado” cómo iba a pensar yo otra cosa… y entonces llegó la lección: “Mira”, me dijo, “a mí me gusta el ron; yo bebo ron y me encanta el ron. Puede que haya otras bebidas más caras, con más años; puede que haga champagne o un whisky de la hostia… pero a mí lo que me gusta es el ron.

¿Por qué tengo que querer otra cosa? ¿por qué debería buscar otra bebida si yo lo que quiero es ron? ¡si el ron es mejor que nada! ¡Es que no hay punto de comparación!”.

Nunca pensé que pudiese halagarme tanto una comparación alcohólica; y no tiene que ver con que yo fuese ron en ese momento, que también, pero me pareció la cosa más lógica y brillante del mundo.

Creo que en ese instante aprendí que cada cual tiene su público.

Ya veis, una lección de vida en un bar del que recuerdo poco más que unos pentagramas decorando la pared.

Y pensé… y pienso: ¿Por qué tienen que existir los “te quiero aunque” así, todo seguido, sin comas? Es evidente que tras esas tres palabras todos encontramos nuestro talón de Aquiles. A priori puede parecer algo bueno, pero ¿por qué ese “aunque”?

¿Desde cuando el altruismo se relaciona con algo que una persona, en esencia, es?

¿Te quiero aunque seas guapo?

¿Te quiero aunque tengas una sonrisa perfecta?

¿Te quiero aunque tengas un cuerpo hecho para el pecado?

Yo no lo he oído nunca… ¿tú sí?

No quiero que nadie “me quiera aunque”, tampoco que me amen sólo por eso, es decir, no anhelo un “te quiero porque”… sería igual de la superficial que si la cualidad fuese buena… ¡el mundo se merece los “TE QUIERO” sin más!