Hay más
oscuridad que luz, como cada día de los últimos nueve años. Abril se sienta
frente a la ventana en la última mesa de la cafetería, tiene comprobado que
allí el murmullo de los altavoces no entorpece la conversación y que todo vibra
más. Siente el sol en su rostro y el cambio de temperatura en la piel, coloca
el bastón en la esquina de la pared de ladrillo y se quita la cazadora de cuero,
la pone en su respaldo y se recuesta sobre la madera dura que le queda a la
altura de las lumbares. Pone las manos encima del mármol frío y se acaricia rítmicamente
la mano izquierda con la derecha.
Escucha
unos pasos alegres y decididos y saluda a Greta en el momento exacto en el que
se detiene a su lado, un instante antes de que ésta se agache y le dé un beso
en la mejilla.
–¿Lo de
siempre, solete? –pregunta la camarera .
–Sí,
por favor. Y como no hay nadie más… Ven a sentarte un poquito conmigo, que
tengo que contarte una cosa.
–Claro,
vuelvo en dos minutos.
Abril disfruta
el abrazo de la claridad y toma aire para llenarse los pulmones del olor
tostado del café. También huele a bollos, a chocolate amargo y a vainilla.
Apoya los codos en la mesa, se sujeta la barbilla con los dedos de ambas manos
y comienza a mover la punta del pie derecho en pequeños círculos contrarios a
las agujas del reloj. Sonríe al escuchar cómo se posa el plato de loza en la
mesa y le da las gracias a Greta mientras el aroma especiado del té paquistaní conquista
sus fosas nasales y flota en la paz luminosa que irradian las cosas hechas, justo, como a uno
le gustan.
Espera
a que su amiga tome asiento. Nota en los pies la ligera vibración de la silla
que se mueve primero para alejarla de la mesa y después para acercar el cuerpo
de Greta al suyo.
–¿Y
bien?
–¿Te acuerdas
de Jorge, el de Tinder?
–Sí,
claro… El que habla como Mufasa…
–Deja
de sonreír, arpía, que todavía no te he contado nada…
–Ni
falta que hace. Llevas las Ray-Ban y los labios pintados…
–Ya… ¿Y
qué tal, me he salido?
–No,
están bastante bien… Oye, ¿a qué hora habéis quedado?
–A las
10:45 ¿por? ¿Qué hora es?
–Menos
veinticinco… Pero creo que llega pronto.
–¡Mierda!
¿Y qué tal? ¿Cómo es?
Greta
se pone de pie, se estira la camiseta, se alisa el mandil y mira un par de
segundos a la puerta, se gira hacia Abril y dice:
–Metro
ochenta, compacto, pelo castaño más bien largo, moño despeinado, ojos azules,
creo. Cazadora vaquera, camiseta blanca, pantalón color canela y botas
Timberland.
El
tintineo de la campana suena con intensidad. Greta sale al encuentro del
cliente y Abril escucha como su “buenos días” va alejándose en dirección a la
puerta. Baja y ladea la cabeza ligeramente como hace siempre que quiere captar
hasta el menor de los detalles y reconoce esa voz profunda como un abismo que
contesta con la misma fórmula y pide una mesa para dos.
La
camarera le dice que puede sentarse donde quiera, y parece que sus pasos
intensos le llevan hasta la primera mesa delante del ventanal. Pide un café con
leche, saca el móvil, toquetea la pantalla y lo deja encima de la mesa de
piedra pulida.
La mesa
de Abril vibra. La palpa con la mano derecha y enseguida encuentra su teléfono,
desliza el dedo por la pantalla para desbloquearlo y presiona con índice,
corazón y anular durante dos segundos. Una voz masculina y mecánica dice
demasiado alto “WhatsApp de Jorge Tinder”. Abril pone las palmas sobre el móvil
con nerviosismo y rapidez. Intenta, sin éxito, silenciar el dispositivo.
“Buenos días Ana, al final he llegado antes. Estoy dentro. Te espero con un
café, corazón”.
Jorge
se gira y mira hacia el fondo de la cafetería. Con los ojos muy abiertos repara
de repente en que la luz del sol baña la cabeza pelirroja de una mujer con gafas
negras. Sonríe, le hace un gesto con la cabeza, y le pide a Greta que le lleve
el café a la otra mesa.
El
cuerpo de Abril retumba con cada paso que acorta la distancia entre ellos. De
repente una forma considerable bloquea
la luz y le dice:
–Vaya,
parece que no soy el único que tiene un problema con la puntualidad… -Abril
percibe el nerviosismo en su voz y agradece la sonrisa que se cuela entre sus
palabras-. Soy Jorge… Marzo, no Tinder.
–Pues
no te lo vas a creer… -Dice ella poniéndose en pie y orientando su cuerpo hacia
la sombra-. Ya sé que mentir está feo… Pero mi nombre no es Ana, es Abril.
De
repente una pausa eterna.
–Hola
Abril…
Ha
pronunciado esas dos palabras despacio, demasiado despacio. Y aunque tiene una
de las voces más sexys que ha escuchado, ella repasa mentalmente qué es lo que
a él no le cuadra porque no cree que no haberle dicho su nombre real a alguien
de internet sea para tanto.
El
silencio se hace más denso, tanto que por un segundo duda de si Jorge sigue
frente a ella. Extiende el brazo ofreciéndole la mano para que él la estreche,
y tras un instante infinito percibe el calor una mano grande y fuerte que
agarra la suya con seguridad y cuidado. Algo parecido a una corriente eléctrica
viaja desde la yema de sus dedos, da una voltereta en su estómago y muere con
un espasmo entre sus piernas. Como él no le suelta la mano, ella tampoco lo
hace. No le importaría pasar el resto de la cita así, aunque sentada. Él parece
leerle el pensamiento, afloja el apretón con suavidad y le pide que tome asiento.
Jorge
se coloca frente a ella y no puede dejar de mirarla en silencio. Con los ojos
recorre su pelo cobrizo ondulado como una
hoguera, las pecas de su frente, las cejas; se ve reflejado en sus gafas
de sol y cambia el gesto. Sonríe. Abril percibe esa pequeña y rápida expulsión
de aire al instante, pero no dice nada. Él sigue deleitándose con el rubor de
sus mejillas, con lo rojo de sus labios. Observa su cuello pálido y cómo el
jersey verde que lleva puesto deja a la vista unas preciosas clavículas.
También observa sus pechos redondos y firmes como dos melocotones y los lunares
que adornan su brazo izquierdo.
De
repente, explota una carcajada llenándolo todo de nervios y misterio. Abril se
asusta e instintivamente gira la cabeza hacia la barra tras la que debería
estar Greta.
–Perdón,
perdón… -Dice Jorge limpiándose con el dorso de la mano las lágrimas que se le
han escapado.
Oye cómo
él toma aire y cómo lo suelta en un suspiro. Su mente le dice que se vaya, pero
hay una diminuta vela prendida en el fondo de su corazón que desea quedarse.
–No sé
cómo explicar esto sin parecer gilipollas... –Dice con su voz de madera mojada.
–Inténtalo…
–Llevo
dándole la coña a mis amigos contigo casi desde el primer día que hablamos. Me
caíste de puta madre, me enganchó tu sentido del humor, lo guapa que eres, tu voz… Pero
no podía soportar tu trabajo.
–¿Cómo?
Pero si creo que ni hemos hablado de ello… -se para a pensar y tuerce la boca
en un gesto de desconcierto-. Bueno, por curiosidad… ¿Estás en contra del
juego, de las apuestas en general o de los cupones en particular?
Una
nueva risotada ronca invade toda la cafetería y excita los oídos de Abril.
–No, no
es nada de eso… Es sólo que soy muy despistado, que enseguida nos dimos los
teléfonos… Y que acabo de descubrir... –Se para.
–¿Te
acabas de dar cuenta de que soy ciega? –dice intentando ocultar el miedo al
rechazo tras una sonrisa.
–Sí… Y
ya te he dicho que no hay manera de decir esto sin parecer gilipollas; pero en
Tinder leí “vidente”, no “invidente”… Y estaba jodido porque me negaba a creer
alguien tan guay se ganase la vida diciendo que puede ver el futuro… De hecho…
Mis colegas te llaman La Pitonisa.
Ahora
es Abril la que no puede reprimir la risa. Ni la risa, ni el estupor, ni alguna
lágrima nerviosa que ha camuflado con naturalidad.
–Pues
en ese sentido podéis estar tranquilos, porque ni futuro, ni presente, ni
casi pasado… -Escucha la sonrisa de
Jorge y se acaricia incómoda el pelo-. ¿Pero tú eres consciente de que no veo
nada?
–Sí,
claro -dice con voz de terciopelo-. Pero prefiero mil veces que lleves bastón a que vueles en escoba.